sábado, 2 de enero de 2021

LA ESPAÑA INVERTEBRADA

 


 Pedro García Cuartango Publicado en ABC el:31/12/2020

 

Filósofo, periodista, escritor prolífico y politólogo, José Ortega y Gasset fue probablemente el intelectual español más influyente en la primera mitad del siglo XX. Se marchó al exilio en el comienzo de la Guerra Civil tras haber sido el promotor de un manifiesto a favor de la República. Y volvió para morir en 1955 en una España que nada tenía que ver con la democracia liberal que siempre había defendido. Justo en estos días se cumple el centenario de la aparición de «España invertebrada», un libro que sigue siendo una referencia para explicar los problemas de un presente que sólo se puede comprender desde el conocimiento del pasado. Lo que Ortega sostiene es que la nación española es un empeño fallido porque, dicho con sus palabras, «los particularismos» han prevalecido en un proyecto colectivo que no ha suscitado ilusión ni consenso.

En realidad, «España invertebrada» fue concebida como una serie de artículos que aparecieron en «El Sol», un periódico fundado en 1917 por el empresario Nicolás de Urgoiti, al que se sumó el padre de Ortega con entusiasmo. La primera de las entregas fue publicada el 16 de diciembre de 1920. A lo largo del año siguiente, se completó la primera serie. Luego el autor de «La rebelión de las masas» escribió una segunda parte en la que desarrolla algunos conceptos de la anterior. La recopilación de todos los textos fue editada como libro en 1922.

España atravesaba una profunda crisis política y social en el momento en el que Ortega empieza a escribir la obra, poco después de la guerra que había asolado Europa de 1914 a 1918. El conservador Eduardo Dato, asesinado en marzo de 1921, presidía el Gobierno cuando el filósofo publicó su primer artículo. Le habían precedido Antonio Maura, Joaquín Sánchez de Toca y el ingeniero vasco Manuel Allendesalazar al frente del Ejecutivo. En menos de dos años, se sucedieron cuatro gabinetes en pleno desplome de un régimen que daba sus últimas bocanadas.

Era una época de una extraordinaria agitación social, especialmente en Cataluña donde había un conflicto violento entre los anarquistas y los patronos. Estos recurrían a pistoleros profesionales para vengarse de los salvajes atentados que sufrían. Los movimientos obreros y el republicanismo cuestionaban la legitimidad del régimen nacido con la Restauración y había un creciente descontento en el Ejército que se había manifestado en la creación de las Juntas de Defensa. En 1921, se produjo el Desastre de Annual, lo que desembocó en el golpe blando del general Primo de Rivera que puso fin a cualquier apariencia de democracia en el otoño de 1923.

Es en este contexto de inestabilidad política y tensiones sociales en el que aparece la obra de Ortega. Esto es esencial para entender «España invertebrada», una reflexión teñida de pesimismo e incluso de una visión muy negativa de la historia de nuestro país. El autor era en ese momento catedrático de Metafísica de la Universidad Central y ya era conocido por sus trabajos periodísticos.

En el primer artículo con el que inicia la serie, Ortega desarrolla una comparación entre Roma y Castilla para explicar su concepto de nación. Sostiene que Roma no fue el resultado de un proceso de expansión territorial sino de la fusión de diversas colectividades. En cambio, España se construye por agregación en torno a Castilla, cuya «energía» irradia del centro a la periferia. Más adelante, precisará que la nación española es la suma de los designios castellanos, con vocación europea, y del afán aragonés, con mirada mediterránea.

En el segundo artículo, Ortega define la nación como «un proyecto sugestivo de vida en común». Señalará que no se convive «para estar juntos, sino para hacer algo juntos». Por tanto, la nación no es una construcción por la fuerza sino por la libre adhesión de sus miembros, basada en una comunidad de vínculos. En una frase que hoy resultaría polémica, el auto afirma que «sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de España». A su juicio, el secesionismo está guiado por la codicia, la soberbia y la envidia. Ortega propugnaba un Estado centralizado al modo jacobino.

Los particularismos, según el filósofo, suponen la primacía de las partes sobre el todo, de los intereses de una minoría sobre los generales. «La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse como parte y, en consecuencia, deja de compartir los intereses de los demás», afirma.

En este contexto, Ortega arremete contra Castilla, que se ha vuelto «suspicaz, angosta, sórdida y agria» hasta el punto de provocar una desintegración del Estado, que, según su análisis, se agudizó a partir de la muerte de Felipe II. « Castilla ha hecho España y la ha deshecho», escribe. Pero también la Iglesia Católica y la Monarquía han sido responsables de esta falta de vertebración nacional porque han suplantado ese proyecto común por «sus destinos propios». La consecuencia de este proceso es que España se ha convertido en una serie de «compartimentos estancos» en los que no existe relación ni comunicación con el todo.

Uno de esos compartimentos es el nacionalismo, cuya eclosión Ortega observa como un signo de pérdida de credibilidad y debilidad del proyecto nacional. «Catalanismo y Vasquismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de positivo. Lo importante es lo que hay de negativo: que quieren desintegrar España, asegura. Una tesis casi premonitoria que no ha perdido actualidad.

También es especialmente interesante el artículo que Ortega dedica al Ejército, al que primero califica como una institución altruista y renovadora que actúa en función de nobles ideales .Pero luego, en aparente contradicción, va más allá y acusa a la cúpula militar de querer imponer su visión del Estado mediante el uso de la fuerza. «El Ejército se ha creído responsable de la nación», enuncia.

Siguiendo su línea de argumentación, Ortega cree que el particularismo desemboca en lo que llama «la acción directa», que es imponer la voluntad propia a los demás sin esfuerzo para persuadirlos. El filósofo reprocha a los republicanos y los movimientos obreros su intento de apropiarse del poder en 1917 y luego critica a Antonio Maura por defender los ideales conservadores y católicos como algo obvio, que no se discute y que debe guiar la acción del Gobierno.

 

En la segunda serie de los artículos que integran el libro, Ortega dedica una especial atención a las masas, uno de los temas que reaparecen continuamente en su obra. Hace una defensa cerrada de lo que denomina «minorías selectas», a las que confiere la responsabilidad de gobernar la nación y vertebrar el Estado con un proyecto. «Una nación es una masa organizada por una minoría de individuos selectos», escribe.

Ortega precisa que esas minorías deben ser «ejemplares», que es la cualidad esencial de un dirigente. Sentado este concepto, sostiene sin rodeo alguno que «las masas están para obedecer a las élites». Esas minorías no sólo tienen derecho a mandar sino también el deber de guiar a las masas, a las que confiere el papel de «ser dóciles» a los gobernantes, que son los depositarios de los intereses nacionales. Asegura que en España existe «una aristofobia» que lastra el progreso y la modernidad.Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación March, sitúa esta visión orteguiana en el contexto de la teoría de enaltecimiento de las élites, representada por Emerson, Nietzsche y Gabriel de Tarde. «Ortega es un defensor de una sociedad aristocrática, dirigida por unas minorías rectoras. Ante eso, el deber de la masa es obedecer. No olió la belleza, la verdad y la justicia de la igualdad. Su filosofía es profundamente elitista y antidemocrática», manifiesta Gomá.

«Ortega era un liberal profundamente anacrónico, que sentía urticaria por el principio de un hombre, un voto. Para él, el Gobierno debe estar en manos de los mejores», afirma el director de la Fundación March. Javier Zamora, ex director académico de la Fundación Ortega y coordinador de la edición de sus «Obras completas», no comparte la tesis de Gomá. Cree que el discurso elitista del autor de «España invertebrada» debe ser enmarcado en su distinción entre aristocracia de sangre y aristocracia de la virtud. «A los gobernantes se les exige la virtud y la ejemplaridad», apunta Zamora.

Este experto orteguiano recuerda que el libro provocó una dura polémica en 1934 entre su autor y el socialista Luis Araquistáin, director de la revista Leviatán, que acusó al intelectual madrileño de exaltar un elitismo de resonancias platónicas y autoritarias en detrimento de los derechos de la clase obrera. Las tesis de Araquistáin propiciaron un distanciamiento de Ortega del PSOE, que se agudizó durante la Guerra Civil. La izquierda republicana y socialista rechazaba las tesis del filósofo que afirmaba que «las épocas de decadencia son aquellas en las que las minorías directivas han perdido sus cualidades de excelencia». Azaña y otros dirigentes de la República veían en Ortega rasgos de un pensamiento reaccionario.

«Ortega no va contra la democracia liberal, que defiende. Lo que critica es la democracia cuando está mediatizada por la religión o el fanatismo. Los hechos confirman el análisis que hace del nacionalismo. A mi modo de ver, lo más discutible en esta obra de Ortega es su visión negativa y amarga de la historia de España. Favorece el prejuicio de que España es un país anómalo. Hay demasiado pesimismo en él», señala Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos.

Como apunta este profesor, en uno de los últimos capítulos de la obra, Ortega traza una visión negativa y catastrofista de la historia de España, cuyos males arrancan desde la época visigoda. Señala que los francos que dieron nombre a Francia eran un pueblo con vínculos sociales y una conciencia solidaria, mientras que los visigodos eran un colectivo decadente, egoísta y cínico. A su juicio, la crisis de España como nación tiene sus orígenes en la Edad Media con el paréntesis glorioso de la época que va desde los Reyes Católicos hasta casi el final del reinado de Felipe II, periodo en el que la nación se cohesiona en torno a la unidad del reino y la colonización de América.

«La crisis de España empieza en la época feudal. En nuestro país, no ha habido feudalismo como en Germania», sostiene. Y asegura que la historia que se enseña en las escuelas es «grotesca» porque los docentes son «unos ineptos» que no entienden nada sobre las causas del declive nacional. Este proceso se acelera a partir de la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas en 1898, creando una creciente desafección a la monarquía alfonsina. «La historia de España es la historia de una decadencia», asevera.

Siendo consecuente son sus ideas, Ortega hace recaer la culpa de los males del país en la irresponsabilidad y la ceguera de las élites. Tras sentenciar despectivamente que somos «una nación de labriegos», sostiene que «en España lo han hecho todo las masas y lo que se ha quedado sin hacer es porque no lo ha hecho el pueblo». A su juicio, a diferencia de Francia o Alemania, en nuestro país han fallado las élites, cegadas por su particularismo y su falta de grandeza histórica.

Finalmente, el filósofo establece tres niveles de responsabilidad en la decadencia de España. El más bajo, es el fanatismo, la mentalidad rural y la mala calidad de las instituciones. Luego, viene la tendencia al particularismo. Y, por último, el repudio a las minorías selectas. «La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos. He aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico», concluye.

Un siglo después de la publicación de «España invertebrada» algunas de las afirmaciones de Ortega resultan más que discutibles e incluso anacrónicas, pero también es cierto que muchos de los males que nos aquejan hoy fueron diagnosticados por él con clarividencia. Estamos ante una obra que hay que leer y sobre la que hay que reflexionar porque, como sucede con los clásicos, su pensamiento sigue iluminando un presente lleno de incertidumbres y fracturas.


Como bien dice el periodista, esta obra hay que leerla.

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