Pedro García Cuartango Publicado
en ABC el:31/12/2020
Filósofo,
periodista, escritor prolífico y politólogo, José Ortega y Gasset fue
probablemente el intelectual español más influyente en la primera mitad del
siglo XX. Se marchó al exilio en el comienzo de la Guerra Civil tras haber sido el
promotor de un manifiesto a favor de la República. Y volvió para morir en 1955
en una España que nada tenía que ver con la democracia liberal que siempre
había defendido. Justo en estos días se cumple el centenario de la aparición
de «España invertebrada», un libro que sigue siendo una
referencia para explicar los problemas de un presente que sólo se puede
comprender desde el conocimiento del pasado. Lo que Ortega sostiene es que la
nación española es un empeño fallido porque,
dicho con sus palabras, «los particularismos» han prevalecido en un proyecto
colectivo que no ha suscitado ilusión ni consenso.
En realidad, «España
invertebrada» fue concebida como una serie de artículos que aparecieron en
«El Sol», un periódico fundado en 1917 por el empresario Nicolás de
Urgoiti, al que se sumó el padre de Ortega con entusiasmo. La primera de las
entregas fue publicada el 16 de diciembre de 1920. A lo largo del año
siguiente, se completó la primera serie. Luego el autor de «La rebelión de las
masas» escribió una segunda parte en la que desarrolla algunos conceptos de la
anterior. La recopilación de todos los textos fue editada como libro en 1922.
España atravesaba una
profunda crisis política y social en el momento en el que Ortega empieza a
escribir la obra, poco después de la guerra que había asolado Europa de 1914 a
1918. El conservador Eduardo Dato, asesinado en marzo de 1921, presidía el
Gobierno cuando el filósofo publicó su primer artículo. Le habían
precedido Antonio Maura, Joaquín Sánchez de Toca y el
ingeniero vasco Manuel Allendesalazar al frente del Ejecutivo. En menos de dos
años, se sucedieron cuatro gabinetes en pleno desplome de un régimen que daba
sus últimas bocanadas.
Era una época de una
extraordinaria agitación social, especialmente en Cataluña donde había un
conflicto violento entre los anarquistas y los patronos. Estos recurrían a
pistoleros profesionales para vengarse de los salvajes atentados que sufrían.
Los movimientos obreros y el republicanismo cuestionaban la legitimidad del
régimen nacido con la Restauración y había un creciente descontento en el
Ejército que se había manifestado en la creación de las Juntas de Defensa. En
1921, se produjo el Desastre de Annual, lo que desembocó en
el golpe blando del general Primo de Rivera que puso fin a cualquier
apariencia de democracia en el otoño de 1923.
Es en este contexto de
inestabilidad política y tensiones sociales en el que aparece la obra de
Ortega. Esto es esencial para entender «España invertebrada», una reflexión
teñida de pesimismo e incluso de una visión muy negativa de la historia de
nuestro país. El autor era en ese momento catedrático de Metafísica de la
Universidad Central y ya era conocido por sus trabajos periodísticos.
En el primer artículo con
el que inicia la serie, Ortega desarrolla una comparación entre Roma y
Castilla para explicar su concepto de nación. Sostiene que Roma no fue el
resultado de un proceso de expansión territorial sino de la fusión de diversas
colectividades. En cambio, España se construye por agregación en torno a
Castilla, cuya «energía» irradia del centro a la periferia. Más adelante,
precisará que la nación española es la suma de los designios castellanos, con
vocación europea, y del afán aragonés, con mirada mediterránea.
En el segundo artículo,
Ortega define la nación como «un proyecto sugestivo de vida en común». Señalará
que no se convive «para estar juntos, sino para hacer algo juntos». Por tanto,
la nación no es una construcción por la fuerza sino por la libre adhesión de
sus miembros, basada en una comunidad de vínculos. En una frase que hoy
resultaría polémica, el auto afirma que «sólo cabezas castellanas tienen
órganos adecuados para percibir el gran problema de España». A su juicio, el
secesionismo está guiado por la codicia, la soberbia y la envidia. Ortega
propugnaba un Estado centralizado al modo jacobino.
Los particularismos,
según el filósofo, suponen la primacía de las partes sobre el todo, de los
intereses de una minoría sobre los generales. «La esencia del particularismo es
que cada grupo deja de sentirse como parte y, en consecuencia, deja de compartir los intereses de los demás»,
afirma.
En este contexto, Ortega
arremete contra Castilla, que se ha vuelto «suspicaz, angosta, sórdida y agria»
hasta el punto de provocar una desintegración del Estado, que, según su
análisis, se agudizó a partir de la muerte de Felipe II. « Castilla ha hecho España y la ha
deshecho», escribe. Pero también la Iglesia Católica y la Monarquía han sido responsables
de esta falta de vertebración nacional porque han suplantado ese proyecto común
por «sus destinos propios». La consecuencia de este proceso es que España se ha
convertido en una serie de «compartimentos estancos» en los que no existe
relación ni comunicación con el todo.
Uno de esos
compartimentos es el nacionalismo, cuya eclosión Ortega observa como un
signo de pérdida de credibilidad y debilidad del proyecto nacional.
«Catalanismo y Vasquismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de
positivo. Lo importante es lo que hay de negativo: que quieren desintegrar
España, asegura. Una tesis casi premonitoria que no ha perdido actualidad.
También es especialmente
interesante el artículo que Ortega dedica al Ejército, al que primero califica
como una institución altruista y renovadora que actúa en función de nobles
ideales .Pero luego, en aparente contradicción, va más allá y acusa a la cúpula
militar de querer imponer su visión del Estado mediante el uso de la
fuerza. «El Ejército se ha creído responsable de la nación», enuncia.
Siguiendo su línea de
argumentación, Ortega cree que el particularismo desemboca en lo que
llama «la acción directa», que es imponer la voluntad propia a los demás
sin esfuerzo para persuadirlos. El filósofo reprocha a los republicanos y los
movimientos obreros su intento de apropiarse del poder en 1917 y luego critica
a Antonio Maura por defender los ideales conservadores y católicos
como algo obvio, que no se discute y que debe guiar la acción del Gobierno.
En la segunda serie de
los artículos que integran el libro, Ortega dedica una especial atención a
las masas, uno de los temas que reaparecen continuamente en su obra. Hace una
defensa cerrada de lo que denomina «minorías selectas», a las que confiere la
responsabilidad de gobernar la nación y vertebrar el Estado con un proyecto.
«Una nación es una masa organizada por una minoría de individuos selectos»,
escribe.
Ortega precisa que esas
minorías deben ser «ejemplares», que es la cualidad esencial de un dirigente.
Sentado este concepto, sostiene sin rodeo alguno que «las masas están para
obedecer a las élites». Esas minorías no sólo tienen derecho a mandar sino
también el deber de guiar a las masas, a las que confiere el papel de «ser
dóciles» a los gobernantes, que son los depositarios de los intereses nacionales.
Asegura que en España existe «una aristofobia» que lastra el progreso y la
modernidad.Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación March, sitúa esta
visión orteguiana en el contexto de la teoría de enaltecimiento de las élites,
representada por Emerson, Nietzsche y Gabriel de Tarde. «Ortega es un
defensor de una sociedad aristocrática, dirigida por unas minorías rectoras.
Ante eso, el deber de la masa es obedecer. No olió la belleza, la verdad y la
justicia de la igualdad. Su filosofía es profundamente elitista y
antidemocrática», manifiesta Gomá.
«Ortega era un liberal
profundamente anacrónico, que sentía urticaria por el principio de un hombre,
un voto. Para él, el Gobierno debe estar en manos de los mejores», afirma el
director de la Fundación March. Javier Zamora, ex director académico de la Fundación Ortega y coordinador de
la edición de sus «Obras completas», no comparte la tesis de Gomá. Cree que el
discurso elitista del autor de «España invertebrada» debe ser enmarcado en su
distinción entre aristocracia de sangre y aristocracia de la virtud. «A los
gobernantes se les exige la virtud y la ejemplaridad», apunta Zamora.
Este experto orteguiano
recuerda que el libro provocó una dura polémica en 1934 entre su autor y el
socialista Luis Araquistáin, director de la revista Leviatán, que acusó al
intelectual madrileño de exaltar un elitismo de resonancias platónicas y autoritarias
en detrimento de los derechos de la clase obrera. Las tesis de Araquistáin
propiciaron un distanciamiento de Ortega del PSOE, que se agudizó
durante la Guerra Civil. La izquierda republicana
y socialista rechazaba las tesis del filósofo que afirmaba que «las épocas de
decadencia son aquellas en las que las minorías directivas han perdido sus
cualidades de excelencia». Azaña y otros dirigentes de la República veían en
Ortega rasgos de un pensamiento reaccionario.
«Ortega no va contra la
democracia liberal, que defiende. Lo que critica es la democracia cuando está
mediatizada por la religión o el fanatismo. Los hechos confirman el análisis
que hace del nacionalismo. A mi modo de ver, lo más discutible en esta obra de
Ortega es su visión negativa y amarga de la historia de España. Favorece el
prejuicio de que España es un país anómalo. Hay demasiado pesimismo en él»,
señala Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de filosofía de la
Universidad Rey Juan Carlos.
Como apunta este
profesor, en uno de los últimos capítulos de la obra, Ortega traza una visión
negativa y catastrofista de la historia de España, cuyos males arrancan desde
la época visigoda. Señala que los francos que dieron nombre a Francia eran un
pueblo con vínculos sociales y una conciencia solidaria, mientras que los
visigodos eran un colectivo decadente, egoísta y cínico. A su juicio, la crisis
de España como nación tiene sus orígenes en la Edad Media con el paréntesis
glorioso de la época que va desde los Reyes Católicos hasta casi el
final del reinado de Felipe II, periodo en el
que la nación se cohesiona en torno a la unidad del reino y la colonización de
América.
«La crisis de España
empieza en la época feudal. En nuestro país, no ha habido feudalismo como en
Germania», sostiene. Y asegura que la historia que se enseña en las escuelas es
«grotesca» porque los docentes son «unos ineptos» que no entienden nada sobre las
causas del declive nacional. Este proceso se acelera a partir de la pérdida
de las colonias de Cuba y Filipinas en 1898,
creando una creciente desafección a la monarquía alfonsina. «La historia de
España es la historia de una decadencia», asevera.
Siendo consecuente son
sus ideas, Ortega hace recaer la culpa de los males del país en la
irresponsabilidad y la ceguera de las élites. Tras sentenciar despectivamente
que somos «una nación de labriegos», sostiene que «en España lo han
hecho todo las masas y lo que se ha quedado sin hacer es porque no lo ha hecho
el pueblo». A su juicio, a diferencia de Francia o Alemania, en nuestro país
han fallado las élites, cegadas por su particularismo y su falta de grandeza
histórica.
Finalmente, el filósofo
establece tres niveles de responsabilidad en la decadencia de España. El más
bajo, es el fanatismo, la mentalidad rural y la mala calidad de las instituciones.
Luego, viene la tendencia al particularismo. Y, por último, el repudio a las
minorías selectas. «La rebelión sentimental de las masas, el odio a los
mejores, la escasez de éstos. He aquí la razón verdadera del gran fracaso
hispánico», concluye.
Un siglo después de la
publicación de «España invertebrada» algunas de las afirmaciones de Ortega
resultan más que discutibles e incluso anacrónicas, pero también es cierto que
muchos de los males que nos aquejan hoy fueron diagnosticados por él con
clarividencia. Estamos ante una obra que hay que leer y sobre la que hay que
reflexionar porque, como sucede con los clásicos, su pensamiento sigue
iluminando un presente lleno de incertidumbres y fracturas.
Como bien dice el periodista, esta obra hay que leerla.