domingo, 17 de enero de 2021

SIDI de Arturo Pérez Reverte

 

La novela SIDI de Arturo Pérez Reverte (1951) es una recreación de lo que podrían haber sido las andanzas del Cid Campeador después de ser desterrado. Como es habitual en el autor, la narración es entretenida y tiene un olor a realidad muy agradable.
Cita de José de Zorrilla en La leyenda del Cid :"Costumbres de aquella era caballeresca y feroz, en que degollando moros se glorificaba a Dios. Mas tal es la historia nuestra: no es culpa mía si es bárbara; yo cumplo con advertírselo a mi pueblo al relatársela".
Destacar:
-Cuatro clases de hombres en la guerra: los que no sentían miedo, los que lo sentían pero evitaban mostrarlo, los que lo mostraban pero cumplían con su deber y los cobardes.
-Los hombres se aseguran de que un jefe sea capaz de hacer bien su trabajo, lo seguían hasta el fin del mundo.
-En el fondo desaprueba que una mujer, vasija donde el hombre deposita su importante semilla, no se limite a languidecer en un harén y esté versada en lógica, geometría, caligrafía... Sin embargo, cuando se trata de vigilar la vida doméstica en palacio, mi criterio le parece muy bien.
-Para el amor, lo mejor por temperamento es una bereber; para tener hijos, una andalusí, y para llevar bien la casa, una cristiana.
-No se puede confiar en alguien que nunca cometió un error. Expone a otros a verse envueltos en el primero que cometa.
-Llevo tiempo observándote. En persona o mediante terceros... Y tienes algo que otros no tienen. Eres seco y sobrio. .... en resumen castellano.


Publicado por Alfaguara en 2019.

miércoles, 13 de enero de 2021

URRACA I de CASTILLA y LEON

 


Son muchas las reinas consortes con cierto poder en la historia de la Edad Media y, sin embargo, muy pocas las que ejercieron con plenitud la autoridad real. Doña Urraca de León, hija de Alfonso VI y su segunda esposa, Constanza de Borgoña, fue un rara avis de su tiempo, y de todos los tiempos, por ascender al trono y porque resultó una monarca de gran talento y carácter, cuyos enemigos trataron de derribarla, una y otra vez, por su condición de mujer. No sin razón la historia la recuerda hoy como «La Temeraria».

e estima que Urraca nació alrededor de 1081 con dos disgustos. El primero para sus padres porque era una niña y no un heredero varón. El segundo porque se tuvo noticia de que Constanza no podría tener más hijos.

Alfonso VI  conocido como «El Bravo» es recordado hoy a nivel político por ser quien recuperó Toledo, antigua capital visigoda, para los cristianos y por su pretensión de un reino cristiano unificado. Fue rey de León por herencia de su padre,y también lo terminó siendo de Galicia entre 1071 y 1072 y de Castilla entre 1072 y 1109. No obstante, su figura está más vinculada a un hecho amoroso que a uno militar o político. Para el lujurioso monarca la aparición de una hermosa princesa musulmana con ojos de estrella haría temblar su mundo, la nombrada como Zaida, con la que tuvo un hijo que Alfonso legitimó en contra de los que le acusaban de connivencia con una musulmana.

El fruto de este matrimonio, el pequeño Sancho, llegaría a participar en los actos propios del gobierno real y sería presentado como hijo de pleno derecho de Alfonso, lo que despojó de su papel institucional a Urraca, que había recibido una educación avanzada que incluía la equitación y la caza de cara a lo que estuviera por venir.

Con vistas a un futuro lejos de la corte, Alfonso comprometió a su hija, a los seis años, en matrimonio con Raimundo, hermano del Duque de Borgoña (por tanto sobrino de la Reina Constanza), con motivo de la llegada de nobles francés para combatir la creciente amenaza almorávide, cuyas huestes habían cruzado el estrecho en auxilio de los declinantes reinos taifas. La enorme diferencia de edad no fue, como nunca lo fue en la Edad Media, un obstáculo para que se celebrara el matrimonio a los 12 años, edad en la que se consideraba que por motivos fisiológicos las niñas podían empezar a procrear.

En 1093, tuvieron lugar varios acontecimientos que cambiaron la vida de Urraca y de la historia de estos reinos. A su primera boda con Raimundo, se sumó la muerte de su madre y el nacimiento del mencionado Sancho. Pasó así de ser la heredera leonesa a ser condesa consorte de Galicia y madre de dos hijos con Raimundo, Sancha y Alfonso.

En el verano de 1107, sin embargo, la vida de Urraca volvió a dar un vuelco. Su marido falleció de una grave y súbita enfermedad, haciendo que asumiera en solitario el gobierno de Galicia. Un año después, la muerte del joven Sancho en la batalla de Uclés (1108) contra los almorávides colocó todas las piezas en el punto de partida. La hija de Alfonso heredaría el trono y dejaría sin consecuencias aquel matrimonio prohibido que había querido achicar de los libros de Historia a Constanza y a su hija. Sin guardar rencor a su padre, Urraca ordenó que sus honras fúnebres duraran ocho días de luto.

Que fuera la reina no significaba que tuviera las riendas de su destino, como le dejó claro la aristocracia leonesa al concertar su matrimonio con Alfonso de Aragón, «El Batallador», en contra de su voluntad. Como en el caso de los Reyes Católicos, el enlace garantizaba la independencia de las instituciones de cada uno de los reinos, pero se establecía que, si nacía un heredero, el cónyuge superviviente y luego el hijo de ambos heredaría el conjunto de la tarta. Además, los acuerdos matrimoniales estipularon que la Reina, a pesar de ser monarca de plenitud de León, debía tratar a Alfonso como «señor y esposo mío», es decir, como si hubiera vasallos y señores también en el seno familiar.

Como no podía ser de otra manera, tan fría fórmula legal se tradujo en un matrimonio infame, donde ninguno de los dos se tragaba. Algunas crónicas apuntan incluso a malos tratos hacia ella y de un odio homicida hacia el pequeño Alfonso Raimúndez, heredero del anterior matrimonio de Urraca, al que el aragonés veía como un último obstáculo para hacerse con todo el reino.

La ruptura del matrimonio, que algunos cronistas como Rodrigo Jiménez de Rada calificaron de repudio del Rey a la Reina, parece ser que vino precisamente por iniciativa de Urraca, que temía por la vida de su hijo y por la independencia de su reino. Un documento de donación al Monasterio de Sila, fechado el día 13 de junio de 1110, da fe de la ruptura entre Alfonso y Urraca, quien ya se presenta como Reina de toda España e hija de Alfonso VI. Una auténtica declaración unilateral de independencia respecto a su marido, que respondió lanzando una campaña de castigo contra las plazas castellanas y encerrando a Urraca en la fortaleza turolense de El Castellar.

Cuando parecía que el Rey de Aragón iba a imponerse sobre Urraca y su hijo, la traición sorpresa de Enrique de Borgoña, Rey de Portugal y cuñado de Urraca, a Alfonso «El Batallador» obligó a este a pactar una reconciliación formal con su esposa. Con el argumento de la consanguinidad entre ambos, Urraca pudo romper definitivamente sus ataduras matrimoniales y desatar su carácter indomable en la última etapa de su vida, donde gobernó un lustro sin que el período fuera, ni mucho menos, lo que algunos cronistas han dibujado como una etapa de transición entre reinados. El autor del «Cronicón Compostelano» contradice estas acusaciones al sostener que reinó Urraca «tiránica y mujerilmente», lo que significa que lo hizo de forma completamente independiente.

Los intentos aragoneses de anexionarse León, la presión musulmana en las fronteras y las intrigas portuguesas fueron algunos de los desafíos que debió hacer frente Doña Urraca. Se rodeó en esta tarea de varios consejeros de gran fidelidad, entre ellos el Conde Gómez, que murió en una batalla librada en Candespina contra Alfonso el Batallador, y más tarde el Conde Pedro González de Lara, con el cual mantuvo una relación sentimental que duró hasta la muerte de la Reina y de la que nacieron, por lo menos, dos hijos: Fernando y Elvira.

Doña Urraca murió, de parto, el día 8 de marzo de 1126, en Saldaña, uno de los paisajes de su infancia.

Antes de la llegada de los fanáticos Almohades a la Península ibérica –cuyo expansión fue frenada en la celebérrima batalla de Navas de Tolosa (1212)–, los territorios cristianos habían padecido otra oleada de extremistas del Islam un siglo antes, los almorávides.

Viéndose cada vez más acorralados por los reinos cristianos, que en 1085 tomaron Toledo, los musulmanes andalusíes decidieron pedir auxilio a los curtidos guerreros almorávides.Estos eran unos monjes-soldado procedentes de grupos nómadas del Sáhara, que abrazaron una interpretación rigorista del Islam

Aquella decisión fue la perdición de los andalusíes moderados, y supuso para los cristianos un nuevo derrumbe de sus fronteras.

Alfonso VI de León fue derrotado en la batalla de Sagrajas, cerca de Badajoz, el 23 de octubre de 1086, a manos de ese grupo de fanáticos que vestían con piel de oveja y se alimentaba con dátiles y leche de cabra como los legendarios fundadores del Islam. Después de esta batalla, los almorávides se alzaron como dueños y señores del sur de la Península, obligando de nuevo a los cristianos a asumir una posición defensiva. En 1094, la conquista de Valencia por el Cid Campeador dio un respiro a los territorios próximos a lo que hoy es Aragón, pero la muerte de éste provocó que en 1102 numerosas plazas pasaran de golpe al dominio islámico. La amenaza se cernía de nuevo sobre toda la franja mediterránea.

El reino taifa de Zaragoza se subordinó a los líderes almorávides cuando vio comprometidas sus tierras por el rey aragonés Alfonso «El Batallador», en un pacto con el diablo. En 1110, los almorávides entraron en Zaragoza en medio de los vítores de buena parte de la población

La leyenda del aragonés afirma que venció a los musulmanes en más de 100 batallas, siendo la principal baza cristiana contra los almorávides. Tras arrebatarles Zaragoza, Alfonso I tomó Tudela, Tarazona y otras poblaciones de los valles del Ebro, Huesca y Jalón.

 


Publicado por César Cervera:27/03/2019 en ABC


sábado, 2 de enero de 2021

LA ESPAÑA INVERTEBRADA

 


 Pedro García Cuartango Publicado en ABC el:31/12/2020

 

Filósofo, periodista, escritor prolífico y politólogo, José Ortega y Gasset fue probablemente el intelectual español más influyente en la primera mitad del siglo XX. Se marchó al exilio en el comienzo de la Guerra Civil tras haber sido el promotor de un manifiesto a favor de la República. Y volvió para morir en 1955 en una España que nada tenía que ver con la democracia liberal que siempre había defendido. Justo en estos días se cumple el centenario de la aparición de «España invertebrada», un libro que sigue siendo una referencia para explicar los problemas de un presente que sólo se puede comprender desde el conocimiento del pasado. Lo que Ortega sostiene es que la nación española es un empeño fallido porque, dicho con sus palabras, «los particularismos» han prevalecido en un proyecto colectivo que no ha suscitado ilusión ni consenso.

En realidad, «España invertebrada» fue concebida como una serie de artículos que aparecieron en «El Sol», un periódico fundado en 1917 por el empresario Nicolás de Urgoiti, al que se sumó el padre de Ortega con entusiasmo. La primera de las entregas fue publicada el 16 de diciembre de 1920. A lo largo del año siguiente, se completó la primera serie. Luego el autor de «La rebelión de las masas» escribió una segunda parte en la que desarrolla algunos conceptos de la anterior. La recopilación de todos los textos fue editada como libro en 1922.

España atravesaba una profunda crisis política y social en el momento en el que Ortega empieza a escribir la obra, poco después de la guerra que había asolado Europa de 1914 a 1918. El conservador Eduardo Dato, asesinado en marzo de 1921, presidía el Gobierno cuando el filósofo publicó su primer artículo. Le habían precedido Antonio Maura, Joaquín Sánchez de Toca y el ingeniero vasco Manuel Allendesalazar al frente del Ejecutivo. En menos de dos años, se sucedieron cuatro gabinetes en pleno desplome de un régimen que daba sus últimas bocanadas.

Era una época de una extraordinaria agitación social, especialmente en Cataluña donde había un conflicto violento entre los anarquistas y los patronos. Estos recurrían a pistoleros profesionales para vengarse de los salvajes atentados que sufrían. Los movimientos obreros y el republicanismo cuestionaban la legitimidad del régimen nacido con la Restauración y había un creciente descontento en el Ejército que se había manifestado en la creación de las Juntas de Defensa. En 1921, se produjo el Desastre de Annual, lo que desembocó en el golpe blando del general Primo de Rivera que puso fin a cualquier apariencia de democracia en el otoño de 1923.

Es en este contexto de inestabilidad política y tensiones sociales en el que aparece la obra de Ortega. Esto es esencial para entender «España invertebrada», una reflexión teñida de pesimismo e incluso de una visión muy negativa de la historia de nuestro país. El autor era en ese momento catedrático de Metafísica de la Universidad Central y ya era conocido por sus trabajos periodísticos.

En el primer artículo con el que inicia la serie, Ortega desarrolla una comparación entre Roma y Castilla para explicar su concepto de nación. Sostiene que Roma no fue el resultado de un proceso de expansión territorial sino de la fusión de diversas colectividades. En cambio, España se construye por agregación en torno a Castilla, cuya «energía» irradia del centro a la periferia. Más adelante, precisará que la nación española es la suma de los designios castellanos, con vocación europea, y del afán aragonés, con mirada mediterránea.

En el segundo artículo, Ortega define la nación como «un proyecto sugestivo de vida en común». Señalará que no se convive «para estar juntos, sino para hacer algo juntos». Por tanto, la nación no es una construcción por la fuerza sino por la libre adhesión de sus miembros, basada en una comunidad de vínculos. En una frase que hoy resultaría polémica, el auto afirma que «sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de España». A su juicio, el secesionismo está guiado por la codicia, la soberbia y la envidia. Ortega propugnaba un Estado centralizado al modo jacobino.

Los particularismos, según el filósofo, suponen la primacía de las partes sobre el todo, de los intereses de una minoría sobre los generales. «La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse como parte y, en consecuencia, deja de compartir los intereses de los demás», afirma.

En este contexto, Ortega arremete contra Castilla, que se ha vuelto «suspicaz, angosta, sórdida y agria» hasta el punto de provocar una desintegración del Estado, que, según su análisis, se agudizó a partir de la muerte de Felipe II. « Castilla ha hecho España y la ha deshecho», escribe. Pero también la Iglesia Católica y la Monarquía han sido responsables de esta falta de vertebración nacional porque han suplantado ese proyecto común por «sus destinos propios». La consecuencia de este proceso es que España se ha convertido en una serie de «compartimentos estancos» en los que no existe relación ni comunicación con el todo.

Uno de esos compartimentos es el nacionalismo, cuya eclosión Ortega observa como un signo de pérdida de credibilidad y debilidad del proyecto nacional. «Catalanismo y Vasquismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de positivo. Lo importante es lo que hay de negativo: que quieren desintegrar España, asegura. Una tesis casi premonitoria que no ha perdido actualidad.

También es especialmente interesante el artículo que Ortega dedica al Ejército, al que primero califica como una institución altruista y renovadora que actúa en función de nobles ideales .Pero luego, en aparente contradicción, va más allá y acusa a la cúpula militar de querer imponer su visión del Estado mediante el uso de la fuerza. «El Ejército se ha creído responsable de la nación», enuncia.

Siguiendo su línea de argumentación, Ortega cree que el particularismo desemboca en lo que llama «la acción directa», que es imponer la voluntad propia a los demás sin esfuerzo para persuadirlos. El filósofo reprocha a los republicanos y los movimientos obreros su intento de apropiarse del poder en 1917 y luego critica a Antonio Maura por defender los ideales conservadores y católicos como algo obvio, que no se discute y que debe guiar la acción del Gobierno.

 

En la segunda serie de los artículos que integran el libro, Ortega dedica una especial atención a las masas, uno de los temas que reaparecen continuamente en su obra. Hace una defensa cerrada de lo que denomina «minorías selectas», a las que confiere la responsabilidad de gobernar la nación y vertebrar el Estado con un proyecto. «Una nación es una masa organizada por una minoría de individuos selectos», escribe.

Ortega precisa que esas minorías deben ser «ejemplares», que es la cualidad esencial de un dirigente. Sentado este concepto, sostiene sin rodeo alguno que «las masas están para obedecer a las élites». Esas minorías no sólo tienen derecho a mandar sino también el deber de guiar a las masas, a las que confiere el papel de «ser dóciles» a los gobernantes, que son los depositarios de los intereses nacionales. Asegura que en España existe «una aristofobia» que lastra el progreso y la modernidad.Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación March, sitúa esta visión orteguiana en el contexto de la teoría de enaltecimiento de las élites, representada por Emerson, Nietzsche y Gabriel de Tarde. «Ortega es un defensor de una sociedad aristocrática, dirigida por unas minorías rectoras. Ante eso, el deber de la masa es obedecer. No olió la belleza, la verdad y la justicia de la igualdad. Su filosofía es profundamente elitista y antidemocrática», manifiesta Gomá.

«Ortega era un liberal profundamente anacrónico, que sentía urticaria por el principio de un hombre, un voto. Para él, el Gobierno debe estar en manos de los mejores», afirma el director de la Fundación March. Javier Zamora, ex director académico de la Fundación Ortega y coordinador de la edición de sus «Obras completas», no comparte la tesis de Gomá. Cree que el discurso elitista del autor de «España invertebrada» debe ser enmarcado en su distinción entre aristocracia de sangre y aristocracia de la virtud. «A los gobernantes se les exige la virtud y la ejemplaridad», apunta Zamora.

Este experto orteguiano recuerda que el libro provocó una dura polémica en 1934 entre su autor y el socialista Luis Araquistáin, director de la revista Leviatán, que acusó al intelectual madrileño de exaltar un elitismo de resonancias platónicas y autoritarias en detrimento de los derechos de la clase obrera. Las tesis de Araquistáin propiciaron un distanciamiento de Ortega del PSOE, que se agudizó durante la Guerra Civil. La izquierda republicana y socialista rechazaba las tesis del filósofo que afirmaba que «las épocas de decadencia son aquellas en las que las minorías directivas han perdido sus cualidades de excelencia». Azaña y otros dirigentes de la República veían en Ortega rasgos de un pensamiento reaccionario.

«Ortega no va contra la democracia liberal, que defiende. Lo que critica es la democracia cuando está mediatizada por la religión o el fanatismo. Los hechos confirman el análisis que hace del nacionalismo. A mi modo de ver, lo más discutible en esta obra de Ortega es su visión negativa y amarga de la historia de España. Favorece el prejuicio de que España es un país anómalo. Hay demasiado pesimismo en él», señala Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos.

Como apunta este profesor, en uno de los últimos capítulos de la obra, Ortega traza una visión negativa y catastrofista de la historia de España, cuyos males arrancan desde la época visigoda. Señala que los francos que dieron nombre a Francia eran un pueblo con vínculos sociales y una conciencia solidaria, mientras que los visigodos eran un colectivo decadente, egoísta y cínico. A su juicio, la crisis de España como nación tiene sus orígenes en la Edad Media con el paréntesis glorioso de la época que va desde los Reyes Católicos hasta casi el final del reinado de Felipe II, periodo en el que la nación se cohesiona en torno a la unidad del reino y la colonización de América.

«La crisis de España empieza en la época feudal. En nuestro país, no ha habido feudalismo como en Germania», sostiene. Y asegura que la historia que se enseña en las escuelas es «grotesca» porque los docentes son «unos ineptos» que no entienden nada sobre las causas del declive nacional. Este proceso se acelera a partir de la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas en 1898, creando una creciente desafección a la monarquía alfonsina. «La historia de España es la historia de una decadencia», asevera.

Siendo consecuente son sus ideas, Ortega hace recaer la culpa de los males del país en la irresponsabilidad y la ceguera de las élites. Tras sentenciar despectivamente que somos «una nación de labriegos», sostiene que «en España lo han hecho todo las masas y lo que se ha quedado sin hacer es porque no lo ha hecho el pueblo». A su juicio, a diferencia de Francia o Alemania, en nuestro país han fallado las élites, cegadas por su particularismo y su falta de grandeza histórica.

Finalmente, el filósofo establece tres niveles de responsabilidad en la decadencia de España. El más bajo, es el fanatismo, la mentalidad rural y la mala calidad de las instituciones. Luego, viene la tendencia al particularismo. Y, por último, el repudio a las minorías selectas. «La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos. He aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico», concluye.

Un siglo después de la publicación de «España invertebrada» algunas de las afirmaciones de Ortega resultan más que discutibles e incluso anacrónicas, pero también es cierto que muchos de los males que nos aquejan hoy fueron diagnosticados por él con clarividencia. Estamos ante una obra que hay que leer y sobre la que hay que reflexionar porque, como sucede con los clásicos, su pensamiento sigue iluminando un presente lleno de incertidumbres y fracturas.


Como bien dice el periodista, esta obra hay que leerla.