jueves, 16 de septiembre de 2021

AFGANISTAN

 


Por Manuel P. Villatoro , publicado en ABC el 19 Agosto de 2021

La tumba de los imperios se ha cobrado su enésima víctima. En los últimos días, la reconquista de Afganistán por los talibanes tras la retirada de Estados Unidos ha demostrado lo que ya había quedado patente en la historia: lo difícil que es llevar la paz al territorio. Una lección que aprendieron por las malas grandes líderes como Alejandro Magno Mijaíl Gorbachov. El primero se marchó de este mundo sin haber podido domar a los afganos; el segundo, por su parte, se vio obligado a retirar a las tropas soviéticas en 1988 después de una guerra de diez años que solo deparó muerte y derroche económico.

El origen de la primera gran conquista de Afganistán hunde sus raíces

 en el 331 a.C. En la batalla de Gaugamela, Alejandro Magno venció a las tropas persas y partió en persecución de su rey: Darío III. No tuvo tiempo de atrapar al monarca, pues fue traicionado y asesinado por un noble sátrapa llamado Besso en un vano intento por ascender al trono. «La reacción de Alejandro fue previsible: intentar aplastar a Besso antes de que su pretensión a la legitimidad real pudiera calar en las provincias del este», explica Hugo A. Cañete en su dossier ‘Alejandro y Afganistán. Reflexiones nuevas para una guerra vieja’.

Alejandro inició entonces una nueva persecución contra Besso que le llevó, en este caso, al corazón de la actual tierra afgana entre los años 330 y 326 a.C. Narra el historiador Jules Stewart en el artículo ‘Afganistán inexpugnable’ (elaborado para la revista ‘Desperta Ferro’) que el macedonio tomó la ruta más sencilla para llegar a la hoy ciudad de Herat: el camino que partía desde el este de Persia. Una extenuante marcha después estaba en su objetivo. «Al año siguiente siguió el cauce del río Helmand, al sureste de Kandahar, y luego se desplazó hacia el norte, a Kabul, en primavera», explica el experto.

En su ‘Historia de Alejandro Magno’, el historiador romano Quinto Curcio dejó constancia de cómo fue la conquista del territorio afgano para el macedonio. Y quizá la mejor forma de definirla sea con dos palabras: extensa y lenta. A cada paso que daba, el monarca se topaba con la enésima «tribu atrasada, extremadamente incivilizada incluso para los bárbaros». Unos pueblos conocidos también por su férrea resistencia a la autoridad y a la presencia de extranjeros. Aquella ferocidad, unida a la falta de alimentos y a la escasez perpetua de agua, convirtió el país del que hoy se marcha Estados Unidos en una trampa mortal.

Cañete lo tiene claro. En la mencionada investigación afirma que, desde que inició la persecución de Besso a través del sur de Afganistán, el bueno de Alejandro tuvo que superar parajes con unos recursos, como poco, escasos. «Para mantener el ejército se necesitaban diariamente unas 225 toneladas de comida y forraje, así como unos 600.000 litros de agua», explica. Y aquello era un tesoro que Afganistán no podía darle. A pesar de ello, conquistó la región y vio como el pretendiente al trono persa era asesinado. Se podría decir que, aunque jamás logró domarlo, puso las riendas al país.

«El macedonio fue hasta los más remotos confines de Afganistán y de sus salvajes fronteras. Dio caza a todos y cada uno de los rebeldes en su contra; estableció fundaciones militares en el territorio para sellar fronteras; repobló regiones enteras con colonos europeos y veteranos de sus ejércitos; asoló y quemó ciudades; castigó a civiles…», añade el autor. Esa fue la parte más inocua. A cambio, se zambulló de lleno en una región plagada de caudillos locales y se enfrentó a una guerra de guerrillas insostenible que desmoralizó a sus hombres. Ni dejar un ejército permanente de ocupación le ayudó a doblegar a aquellas gentes. La conclusión es que el rey de reyes no pudo marcharse victorioso.

Siglos después de la muerte de Alejandro, han sido muchos los grandes militares que han tratado de conquistar Afganistán. Quizá el más famoso sea Gengis Kan, quien, como explica Stewart en su artículo, obligó a su población a refugiarse en las fortalezas. «Los mongoles, al menos, se dieron cuenta de que Afganistán era ingobernable, y que lo mejor era destruirlo, una tarea en la que se emplearon con asombrosa eficacia», explica. Este sanguinario líder fue el único que logró dominar la zona; aquello de la excepción que confirma la regla. Lo hizo a golpe de desangrar, de forma literal, a la población local en el siglo XIII. Sin embargo, no consiguió que aceptaran su control.

Gran Bretaña no pudo tampoco dominar a este pueblo. El primer conflicto entre ambos comenzó en 1839, cuando el imperio británico envió a 16.000 de sus hombres a conquistar Kabul para evitar que Rusia se expandiera todavía más por la zona. El resultado fue un sonoro desastre; hasta tal punto, que la leyenda cuenta que solo sobrevivió un combatiente de todo aquel contingente. En 1878 los ingleses volvieron a intentarlo y, en este caso, el resultado fue satisfactorio. Al menos, hasta 1919. «Ese año, tras la tercera guerra anglo-afgana, y en el contexto del reordenamiento geopolítico que sucedió en la IGM, el país alcanzó su independencia», explican Juan Manuel de Faramiñán y José Pardo en ‘El conflicto de Afganistán’.

No tuvo mejor suerte la Unión Soviética. El Ejército Rojo invadió el país el 27 de diciembre de 1979 con toda su panoplia de armas y hombres. Desde paracaidistas y fuerzas especiales, hasta el KGB. Lo hizo, según los expertos en relaciones internacionales, para evitar que Estados Unidos le arrebatara el territorio tras la derrota en Vietnam. Cosas de la política internacional. Como siempre, Rusia no actuó a medias. En menos de una semana 55.000 hombres ya se habían adentrado en la región, pero, una vez más, no fue suficiente. Durante los siguientes diez años comenzó un enfrentamiento contra la guerrilla islámica que desangró poco a poco al Kremlin.

«La guerra se convirtió en el Vietnam de la URSS. No se le veía fin y la moral de las tropas se derrumbaba entre consumo de drogas y escaso rendimiento», explica John Swift en ‘La invasión soviética de Afganistán’. Al final, allá por 1988 comenzó la retirada de las tropas soviéticas del país. «Aquella guerra sentó las bases para la destrucción de la economía de la URSS y la desintegración del país», explicó el general Borís Grómov, el militar que dirigió la salida de las unidades. Como él, otros tantos oficiales confesaron que era imposible enfrentarse a las tácticas guerrilleras de los rebeldes locales. Combatientes que golpeaban en pequeños grupos para luego desaparecer después de haber envenenado el agua de los rusos.


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