Homilía del Papa Francisco en la Misa del 15 de Febrero en presencia de todos los Cardenales
«Señor, si quieres, puedes limpiarme…»
Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda
limpio» (cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo
acercaba a cada persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en
el dolor y la necesidad de la gente… simplemente, porque Él sabe y quiere
padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún
pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además
de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de
Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que
supone asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las
consecuencias (cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar
concretamente: a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves
que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de
Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando
jurídicamente la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados
por la comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv
13,1-2. 45.46).
Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta
vergüenza debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y
espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se
siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su
padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo,
desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares,
evitado por las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma
sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo
excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado
a un leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su
vez, como un leproso.
La finalidad de esa norma de
comportamiento era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para
salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al
contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno
muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude
fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los
prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a
plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia
contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la
observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la
mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de
aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo
aplicar la Ley de Moisés.
Jesús revoluciona también las
conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes
para la humanidad y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor
que no se basa en el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo
y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero
y no sacrifico» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar
al leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin
autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la
gente; sin preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del
leproso sin dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la
situación y todas sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre
todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos,
reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Jesús no tiene miedo de este tipo de
escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de
una curación, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que
no entre en sus esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura
que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido
integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn
10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe:
el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy
también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de
los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona
contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge
reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la
exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la
historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al
mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos
confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte
resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían
una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos
convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando
entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el
concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la
misericordia y de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los
peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo
arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas del pecado; actuar
decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo.
El camino de la Iglesia es el de no
condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las
personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es
precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en
las “periferias” de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de
Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No necesitan médico los sanos, sino
los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se
conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace
ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un
peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al
hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los
sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la
envidia y de la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la
jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede
ser neutra, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona,
arriesga y compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida,
incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda
del lenguaje adecuado para comunicar con aquellos que son considerados
incurables y, por lo tanto, intocables.
El contacto es el auténtico lenguaje
que transmite, fue el lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al
leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este
lenguaje! Era un leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios.
Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a
divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la
lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar,
con valor evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin
prejuicios y sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello
que también nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en
Él debe caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir
a los demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
En esta Eucaristía que nos reúne
entorno al altar, invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que
sufrió en primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn
8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles
de Dios.
Ella, que es la Madre, nos enseñe a no
tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la
ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su
camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos
haga caminar como Él.
Queridos hermanos, mirando a Jesús y a
nuestra Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los
cristianos – edificados por nuestro testimonio – no tengan la tentación de
estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta
que nada tiene de auténticamente eclesial.
Los invito a servir a Jesús crucificado
en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona
excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está
presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven
la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene
trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso – de cuerpo o de
alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos
auténticamente al marginado.
Recordemos siempre la imagen de san
Francisco que no ha tenido miedo de abrazar al leproso y de acoger aquellos que
sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, sobre el evangelio de los
marginados, se descubre y se revela nuestra credibilidad.
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